martes, 26 de octubre de 2010

Es que yo no soy Como los Otros

El carácter catequético del evangelio, día a día, domingo a domingo, nos va instruyendo en el conocimiento de uno mismo. Y en esta ocasión, nos muestra dos actitudes que solemos tener delante de Dios y con respecto a los demás. Así pues, como en un espejo, el evangelio nos invita a mirarnos a nosotros mismos en la actitud del fariseo y el publicano.

El fariseo y el publicano suben al templo a orar. La oración del fariseo es básicamente un auto-reconocimiento de sus ‘virtudes’; “te doy gracias señor porque no soy como los otros que son ladrones, adúlteros, mentirosos… ayuno dos veces por semana y doy el diezmo de todo lo que poseo.” Por su parte el publicano, publicano como era –pecador público-, conciente de su condición de pecador golpeándose el pecho decía: “Señor, Dios mío, ten compasión que soy un pobre pecador”.

El evangelio dice que el publicano salió justificado y el fariseo no. Pero no obstante, hemos de pensar en la oración del fariseo. Tal vez sea cierto que el fariseo nunca haya robado, que no es su costumbre mentir, y no es adultero, ni borracho, ni asesino y que honestamente ayuna dos veces por semana y paga el diezmo. La pregunta es: si este hombre es casi perfecto, ¿por qué Dios no escucha su oración?

Así pues, la actitud del fariseo nos descubre la actitud que solemos esconder en algún recoveco de nuestro interior. Puede que seamos ‘personas correctas’ que nos esforzamos por no hacerle daño a nadie, nos esforzamos por cumplir los mandamientos, que vamos a Misa todos los domingos, que oramos, que ayunamos, etc… el gran peligro de todo esto es que podemos identificamos tanto con el ideal, que olvidemos el espejo que nos muestra lo que somos, pecadores. Por eso el publicano salió del templo justificado, porque ante Dios todos somos pobres, pecadores, necesitados de El, y reconocerlo y aceptarlo es la llave que abre la puerta de la misericordia de Dios.

Cuando nos creemos buenos, mejores que los demás, superiores a los otros, tendemos a juzgar al otro y a despreciarlo y de este modo nos ponemos en un lugar parecido al que ocupa Dios. Sin embargo, al contrario del lugar que ocupa Dios, de donde emana solamente la misericordia, del lugar parecido al que ocupa Dios y en el que solemos ponernos cuando nos creemos buenitos, solo emanamos juicios inmisericordes, burlas, críticas, que denuncian que no somos buenos. Que ante Dios todos somos pecadores necesitados de El, y que mientras no lo reconozcamos y tomemos una actitud más humilde, El no escuchara nuestras oraciones.