viernes, 26 de marzo de 2010

¿Donde Están Tus Acusadores?

5º DdeC

Los últimos días de la vida de Jesús, transcurren entre el templo y el huerto de los olivos. De día enseñaba en el templo, y de noche se retiraba al huerto -a orar y pasar la noche-; por su parte la gente madrugaba para ir al templo a escuchar sus enseñanzas. En una de aquellas mañanas sucede algo tremendamente dramático y conmovedor: los fariseos y escribas le llevan una mujer sorprendida en flagrante adulterio, con la intención de ponerle a prueba, para así tener de que acusarle, le dicen: “Maestro ésta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio, la ley de Moisés manda apedrear a estas mujeres ¿tú que dices?”.

La ley de Moisés mandaba: “si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, serán castigados con la muerte: el adultero y la adultera” (Lv 20,10), para así, “hacer desaparecer el mal de Israel” (Ex 22,22). Pero el pueblo Judío en el tiempo de Jesús era colonia Romana, y como tal estaba sujeta a las normas y leyes del Imperio; entre otras cosas, los judíos no podían dar muerte a nadie, aunque sus leyes indicaran la muerte para ciertos delitos identificados por lo general con el pecado; el adulterio en este caso. Y aquí esta la trampa: si Jesús decía que sí, que debe morir según la ley de moisés, estaba yendo contra la ley de los romanos; y si decía que no, estaba en contra de la ley de moisés. Pero como Jesús está más allá de estos razonamientos humanos, responde con algo impresionante: “el que este libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8,1-11). Y lo que sigue ya es historia conocida.

Resulta paradójico para el que quiere ser “cumplidor de la ley” castigar el ‘adulterio’ con la ‘muerte’. ¿Acaso Dios no había dicho: “no matarás”? Entonces, ¿cómo es que se quiere destruir el pecado cometiendo otro pecado? ¡Oiga esto no está bien! ¿Cuál es el pecado más grave? ¿Matar o fornicar? “Quien observa toda la ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (Stg 2,10-13). Asi pues, vemos que el pecado de la mujer pone al descubierto el pecado de los escribas y fariseos; vamos, ya les habría gustado a estos viejos acostarse con esta mujer, pero como su moralismo y su condición física les impide, no les queda otra cosa más que acusar lo que ellos no pueden alcanzar.

Pobre mujer avergonzada y humillada, ante toda aquella gente reunida enterada de su pecado. ¿Qué le habría llevado a cometer adulterio? ¿Por qué tanto odio contra esta mujer débil de la carne? Y ¿quién no es débil en algo? Pobre mujer, figura de tantos hombres y mujeres, que tienen que soportar y cargar con el moralismo de tantos fariseos que nos acomplejan con un perfeccionismo estúpido y antievangélico.

Asi pues, el Señor Jesús, nos invita a bajar la mano, a coger la piedra, pero para golpearnos el corazón y la conciencia, y reconocer que no somos mas buenos que nadie y que muchas veces también nosotros atarantamos con nuestro moralismo a los demás. No hay derecho a levantar la piedra contra nadie, antes bien, hemos de aprender a ser misericordiosos con el otro y con nosotros mismos pues el Señor Jesús nos dice: ¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? Yo tampoco te condeno, vete en paz y no peques más.

viernes, 19 de marzo de 2010

EL HIJO PRODIGO

4º D de C.

La parábola del hijo pródigo es una de las parábolas más hermosas y misteriosas que Jesús nos ha contado. Misteriosas, digo, no en el sentido oscuro y oculto al cual estamos acostumbrados a asociar la palabra 'misterio', sino en el sentido que nace de la manifestación y el conocimiento del corazón y el rostro de Dios.

Sobre esta parábola se han escrito libros, pintado cuadros, compuesto canciones; no obstante, queda la sensación de que hay más de lo que se ve, más de los que se oye, más de lo que hayamos comprendido en nuestra razón y mucho más de lo que ya hemos asentido en el corazón.

Desde niños hemos aprendido que los buenos merecen premios y los malos castigos. Así nos han enseñado nuestros padres y a ellos sus padres y a estos los suyos y así hasta el momento de que el hombre es hombre. Esta es la ley que está impresa en nuestra conciencia y en lo más profundo de nuestro ser. Al encontrarse esta ley con la gratuidad de Dios manifestada en Jesucristo, es cuando nace el conflicto.

La parábola del hijo pródigo es la historia de un padre extraordinario y dos hijos comunes y corrientes, uno menor y el otro mayor, lo que sigue es historia conocida. Jesús cuenta esta parábola a propósito de los fariseos que se escandalizaban de que él ‘comiera’ y se juntara con los pecadores, -borrachos, prostitutas, cobradores de impuestos-, cosa prohibida por la ley.

No es que los malos del evangelio sean los fariseos, con seguridad eran gente bien, que cumplían rigurosamente la ley; ley de ayunos, diezmos y sábados. Pero esta ley estaba impregnado en su corazón y en su razón, -como en el nuestro-, de tal manera que no había lugar para la gratuidad y la misericordia de Dios; y por eso mismo lejos de los caminos de Dios. Hombre de ley sin misericordia.

Hacerle fiesta al hijo menor que había gastado su dinero en borracheras y prostitutas, no era lógico. ¿Qué clase de padre es este? Había que castigar al hijo menor y que la fiesta sea para el hijo mayor que siempre se había “portado bien”. El pecado del hijo menor está claro, pero es su arrepentimiento y su vuelta a casa que pone de manifiesto la misericordia del Padre, y ésta misericordia del Padre para con el hijo disoluto, pone al descubierto el pecado del hijo mayor; la envidia. Tendríamos que examinar –en un párrafo aparte- lo que se oculta tras la envidia. Pues es aquí donde tambalea las bases de la ley.

Pero la actitud del padre está más allá de toda lógica, más allá de la lógica del hijo menor –ya no merezco llamarme hijo tuyo- y de la del mayor que se creía con derechos –yo siempre estoy contigo y nunca he tenido un cabrito para una fiesta con mis amigos-. ¿Quien puede entender esta lógica? ¡Pues nadie! Porque no hay lógica para Dios. La lógica es de los hombres. Y ahí es cuando empieza el conflicto entre ley y gratuidad, entre Dios y el hombre, entre sus caminos y los nuestros, entre sus pensamientos y los nuestros. Siendo así Dios el totalmente Otro.

La parábola del padre misericordioso es pues, el drama de la humanidad, es el conflicto de todo hombre. La lucha que debe desatar el hombre para llegar a ser Hombre, para penetrar en el corazón de Dios. Ya sea el hijo menor o el hijo mayor, al fin y al cabo igual de pecadores, estamos llamados a romper con nuestra lógica y tomar la actitud del Padre; llamados a ser divinos en nuestra propia carne. Y sólo penetraremos en el misterio del corazón de Dios cuando rompamos la imagen que nos hemos hecho de Él, y nos abandonemos totalmente en su regazo, en la libertad de los hijos de Dios ajena a moralismos, miedos, complejos y pecados que nos angustian y no nos dejan recibir esa gratuidad, ese amor, esa misericordia de este Padre extraordinario. Y sin embargo queda la sensación de que hay más de lo que se dijo, y mucho más de lo que ya hemos asentido en el corazón.

lunes, 15 de marzo de 2010

LA HIGUERA ESTERIL

3º D de C.

Al leer el evangelio de este tercer domingo de cuaresma, vi mi vida reflejada como en un espejo en la parábola de la higuera estéril. Yo soy esta higuera de tres años y sin frutos. Tres años en el ministerio: uno de diaconado, y dos de presbítero. Tres años ocupando la tierra estérilmente. Ningún higo dulce, solo algún fruto amargo parecido a un trago.

Este árbol no sirve han dicho de mí. ¡Hay que córtalo! ¿Para qué va ha ocupar terreno estérilmente? Incluso yo mismo –mirando mis propias miserias- me dije: soy un árbol inútil, no sirvo para nada, mejor será que me corten. Que planten otro árbol que de frutos. Mejor morir que vivir sin dar frutos.

Pero por otro lado, me resisto a morir sin haber dado frutos. Quiero que cuando venga mi Señor, encuentre higos y sacie su hambre. Lo deseo con todo mi corazón… y en verdad es lo único que me importa. Esta higuera no sirve, hay que cortarlo han dicho de mi. Mas, el viñador que conoce lo mas profundo de mí ser, ha tomado en cuenta el deseo de mi corazón. Ha escuchado mi oración, y ha intercedido por mí: “Señor, déjala por este año -¿siete meses?- todavía y mientras tanto yo cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da la cortas.”

¡Estás mal! ¡Tienes que curarte! ¡Necesitas tratamiento psicológico!. Y aquí estoy. Tratamiento de miércoles a las 5 de la tarde. Si no te curas…ya veremos, si te curas… también veremos. Él sabe lo que pasa en mi raíz, sabe de la enfermedad que me inutiliza, y sabe del abono que necesito para dar frutos. El ha visto mis esfuerzos inútiles por dar frutos y ha escuchado mis oraciones. Por eso ha hecho que yo viniera aquí. Estar aquí en San José es la prueba de que el Señor Jesús ha escuchado mis oraciones. Me ha respondido, no como me lo imaginaba, pero me ha respondido y eso es lo único que realmente importa. Este es el día en que actúo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Con tu ayuda Señor Jesús y tu intercesión ya no seré una higuera estéril. Tú Señor Jesús que no quieres cortarme, tú que has dicho: “misericordia quiero y no sacrificios”, ten piedad de mí que soy un pobre pecador. Que se haga en mí según tu palabra.

viernes, 5 de marzo de 2010

La Transfiguracion.

2ºDdeC.

Estamos en el segundo domingo de cuaresma. Y en este domingo el Evangelio nos muestra a Jesús transfigurado en el monte; y con la promesa -en filipenses- de que el transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso. Pero junto a esta promesa de transfiguración esta la contraposición del ciudadano del cielo frente al enemigo de la cruz.

Ocho o seis días antes de la transfiguración, Jesús había anunciado a sus discípulos que al llegar a Jerusalén, el sería entregado en manos de los fariseos, doctores de la ley y los judíos, para ser despreciado, abofeteado, escupido y crucificado; en la transfiguración aparecen Moisés y Elías hablando precisamente de esta muerte, respaldando así con la fuerza de la ley y los profetas, que la aceptación del sacrificio en la cruz daría cumplimiento a todas las promesas del antiguo testamento.

El cumplimiento de la promesa de la transfiguración de nuestro cuerpo, esta relacionado con la actitud del ‘cristiano’ frente al sufrimiento, la cruz y la muerte. Y de aquí se desprenden dos tipos de personas: el ‘ciudadano del cielo’ y el ‘enemigo de la Cruz’.

El enemigo de la cruz es el hombre que solo aspira a cosas terrenas; que no espera nada del cielo, que al confrontarse con su debilidad, incapaz de superarse a sí mismo, hace de su vientre y sus apetencias su dios; se gloria de su pecado y su maldad sentándose a morir en ellas. Por eso el destino del enemigo de la cruz es la perdición. Por el contrario el ciudadano del cielo es el hombre que aspira a las cosas del cielo. El ciudadano del cielo es el que consciente de su debilidad, se pone cada día humildemente delante de Dios, esperando de su misericordia, no para verse libre de su cruz, sino pidiendo fuerza para no renegar de ella. Para no cansarse de esperar y mantenerse en la promesa de la transfiguración de nuestro pobre cuerpo a imagen del cuerpo glorioso de Cristo.