viernes, 19 de marzo de 2010

EL HIJO PRODIGO

4º D de C.

La parábola del hijo pródigo es una de las parábolas más hermosas y misteriosas que Jesús nos ha contado. Misteriosas, digo, no en el sentido oscuro y oculto al cual estamos acostumbrados a asociar la palabra 'misterio', sino en el sentido que nace de la manifestación y el conocimiento del corazón y el rostro de Dios.

Sobre esta parábola se han escrito libros, pintado cuadros, compuesto canciones; no obstante, queda la sensación de que hay más de lo que se ve, más de los que se oye, más de lo que hayamos comprendido en nuestra razón y mucho más de lo que ya hemos asentido en el corazón.

Desde niños hemos aprendido que los buenos merecen premios y los malos castigos. Así nos han enseñado nuestros padres y a ellos sus padres y a estos los suyos y así hasta el momento de que el hombre es hombre. Esta es la ley que está impresa en nuestra conciencia y en lo más profundo de nuestro ser. Al encontrarse esta ley con la gratuidad de Dios manifestada en Jesucristo, es cuando nace el conflicto.

La parábola del hijo pródigo es la historia de un padre extraordinario y dos hijos comunes y corrientes, uno menor y el otro mayor, lo que sigue es historia conocida. Jesús cuenta esta parábola a propósito de los fariseos que se escandalizaban de que él ‘comiera’ y se juntara con los pecadores, -borrachos, prostitutas, cobradores de impuestos-, cosa prohibida por la ley.

No es que los malos del evangelio sean los fariseos, con seguridad eran gente bien, que cumplían rigurosamente la ley; ley de ayunos, diezmos y sábados. Pero esta ley estaba impregnado en su corazón y en su razón, -como en el nuestro-, de tal manera que no había lugar para la gratuidad y la misericordia de Dios; y por eso mismo lejos de los caminos de Dios. Hombre de ley sin misericordia.

Hacerle fiesta al hijo menor que había gastado su dinero en borracheras y prostitutas, no era lógico. ¿Qué clase de padre es este? Había que castigar al hijo menor y que la fiesta sea para el hijo mayor que siempre se había “portado bien”. El pecado del hijo menor está claro, pero es su arrepentimiento y su vuelta a casa que pone de manifiesto la misericordia del Padre, y ésta misericordia del Padre para con el hijo disoluto, pone al descubierto el pecado del hijo mayor; la envidia. Tendríamos que examinar –en un párrafo aparte- lo que se oculta tras la envidia. Pues es aquí donde tambalea las bases de la ley.

Pero la actitud del padre está más allá de toda lógica, más allá de la lógica del hijo menor –ya no merezco llamarme hijo tuyo- y de la del mayor que se creía con derechos –yo siempre estoy contigo y nunca he tenido un cabrito para una fiesta con mis amigos-. ¿Quien puede entender esta lógica? ¡Pues nadie! Porque no hay lógica para Dios. La lógica es de los hombres. Y ahí es cuando empieza el conflicto entre ley y gratuidad, entre Dios y el hombre, entre sus caminos y los nuestros, entre sus pensamientos y los nuestros. Siendo así Dios el totalmente Otro.

La parábola del padre misericordioso es pues, el drama de la humanidad, es el conflicto de todo hombre. La lucha que debe desatar el hombre para llegar a ser Hombre, para penetrar en el corazón de Dios. Ya sea el hijo menor o el hijo mayor, al fin y al cabo igual de pecadores, estamos llamados a romper con nuestra lógica y tomar la actitud del Padre; llamados a ser divinos en nuestra propia carne. Y sólo penetraremos en el misterio del corazón de Dios cuando rompamos la imagen que nos hemos hecho de Él, y nos abandonemos totalmente en su regazo, en la libertad de los hijos de Dios ajena a moralismos, miedos, complejos y pecados que nos angustian y no nos dejan recibir esa gratuidad, ese amor, esa misericordia de este Padre extraordinario. Y sin embargo queda la sensación de que hay más de lo que se dijo, y mucho más de lo que ya hemos asentido en el corazón.

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