Existen dos elementos de vital importancia para el hombre,
El señor Jesús en el evangelio nos dice que nosotros somos la sal de la tierra y la luz del mundo, y que esta luz ha de brillar, para que la gente la vea y crea y bendiga al Padre que esta en el cielo. No obstante recordemos que el Señor Jesús dijo: “yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminara en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” Jn 8,12). Si Él es la luz del mundo, nos preguntamos: ¿cómo hemos de entender que nosotros somos la luz del mundo?
De por sí, como los ingredientes de la comida que no tienen sabor, y el sabor lo adquieren al contacto con la sal, así el cristiano no tiene Luz de por si, sino que su Luz le viene de Cristo que es
Ante lo anteriormente dicho hemos de preguntarnos: ¿Cómo está esa luz que de Cristo he recibido? ¿Ha crecido? ¿Se ha mantenido encendida? ¿Está a punto de apagarse? O simplemente ya está apagada. Y si mi luz esta apagada, ¿cómo puedo ser luz del mundo? Y ¿cuándo ha de brillar esa Luz? Nos lo dice el profeta Isaías (58,7-10): “cuando partas tu pan con el hambriento, cuando recibas en tu hogar al que no tiene techo, cuando vistas al desnudo, y de tu semejante no te apartes… “entonces brotará tu luz como la aurora” si no juzgas al otro, “resplandecerá en las tinieblas tu luz, y lo oscuro de ti será como mediodía”.
Así pues, hemos de ser Luz en el mundo, y sal en la tierra que nos ha tocado vivir. Luz para iluminar a los que viven en tinieblas, y sal para dar sabor cuando la vida se vuelve insípida, y así ellos, viendo nuestra luz también puedan buscar