martes, 28 de septiembre de 2010

La Oveja y la Moneda.

El evangelio de este vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario, nos cuenta dos de las parábolas de la misericordia: la parábola de la oveja perdida y la parábola de la moneda perdida. Jesús cuenta esta parábola a propósito de los fariseos que murmuraban porque el acogía a los pecadores y comía con ellos. En los dos casos de la parábola hay un dueño que pierde algo, luego lo busca hasta que lo encuentra, y cuando lo encuentra se alegra y comparte su alegría.

En la parábola de la oveja perdida, resulta extraña la actitud del pastor, deja las noventa y nueve ovejas para buscar a la única que se le ha perdido; es aún más extraña la actitud de la mujer que busca la moneda. Nadie que pierde una moneda de “un nuevo sol” por encontrarla, barre y limpia la casa, si fuera una billetera con bastante dinero y tarjetas de crédito tal vez, pero nadie hace tanto alboroto por una moneda de “un nuevo sol” perdida ¿o si? Así pues resulta extraña la actitud de esta mujer.

En efecto, en la parábola Dios está representado por el pastor y la mujer, y nosotros estamos representados por la oveja y por la moneda; de este modo o somos ovejas o somos monedas. Frente a esto, vale preguntarnos: ¿Qué vale una oveja frente a noventa y nueve? ¿Qué vale una moneda frente a toda una billetera? Pues aquello que consideramos insignificante, para Dios, es sumamente importante; tan importante que prende un candelero y limpia la casa hasta encontrarlo, o deja a las noventa y nueve para ir en busca de la única extraviada. Pues ese es Dios, el que busca a la oveja y a la moneda perdida.

Algunos somos como ovejas y otros como monedas. Algunos somos como ovejas, que cuando nos perdemos lloramos o balamos para que el pastor que nos busca nos encuentre; esto hemos de entender como la actitud de arrepentimiento y deseo de ser encontrado, así, llorando nuestro pecado es más fácil que Dios nos encuentre. Sin embargo, algunos somos como monedas, que cuando nos hemos perdido, no hacemos nada para ser encontrados, simplemente nos quedamos ahí, sin hacer ruido, sin decir nada -ya que una moneda no sabe balar ni llorar su pecado- ; así resulta más fácil encontrar a una oveja que a una moneda perdida, o mejor, resulta más difícil para una moneda ser encontrado por su dueño que para una oveja perdida. Y sin embargo siendo la oveja como es, que llora para ser encontrada y la moneda que no hace nada para ser encontrada, igual el dueño las busca a una y a otra hasta encontrarla y, cuando la encuentra hay una inmensa alegría en su corazón que entre los Ángeles se refleja la misma alegría, la alegría del hombre que se convierte y se deja encontrar por Dios.

El que no odia a su padre y a su madre...

Muchas palabras que los evangelistas ponen en boca de Jesús, son en cierto modo desconcertantes y contradictorios frente a otras frases de la misma Biblia. Una de estas frases es precisamente la que se lee en el evangelio de este vigésimo tercer domingo del tiempo ordinario: “si alguno viene junto a mi y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26). Teniendo en cuenta que el cuarto mandamiento exige el amor y respeto a los padres, junto a esta sentencia de Jesús, parece paradójico que Dios exija amor hacia los progenitores y el hijo de Dios pida odio hacia ellos como condición para ser discípulo suyo. Por otro lado, Jesús nos dice, que el mayor y principal de los mandamientos es: “amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”.

¿Cómo hemos de entender que aquél que nos manda honrar a nuestro padre y amar a nuestra madre, nos pida, que para seguirle y ser discípulo suyo, hayamos de odiarlos, incluso odiar nuestra propia vida? ¿De que odio nos habla Jesús?

Después de poner algunos ejemplos sobre calcular con lo que se cuenta para emprender algo, el evangelio termina diciendo: “de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. La pregunta que hemos de hacernos es ¿de qué bienes habla Jesús? ¿Cuáles son nuestros bienes? Así pues, dado que se habla de amor y odio, no es que Jesús quiera abolir un mandamiento, o que entre en contradicción, sino que nos quiere libres de toda esclavitud, libres de aquello que desde niños hemos considerado valioso, el afecto; en efecto, no hay nada más esclavizante que los afectos, pues estos nos hacen dependientes y necesitados unos de otros; no es que sea malo tener afectos, sino que estos tienen que ser iluminados por la dimensión sobrenatural para no terminar siendo esclavos de los mismos. Jesús nos quiere libres de toda esclavitud para descubrir que lo único que vale la pena es ser esclavo de Dios, como la Virgen María, que dijo: “he aquí la esclava del Señor”, libre de los afectos de su padre, de su madre, y de José. Solo porque era un mujer libre, y porque había renunciado a sus “bienes” pudo decir “hágase en mi según tu palabra”, obediente a la voluntad de Dios.
Enséñanos, Madre de Jesús y madre nuestra, enséñanos a renunciar a nuestros “bienes” para tener un corazón libre de esclavitudes y así ser verdaderos discípulos de tu Hijo.